10 mayo 2009

Ayer soñé...

Se quedaron de ver a las cuatro en punto en el Starbucks de Calzada del Valle. Llevaban más de veinte años sin verse. Rosalinda temía que el lugar fuera demasiado moderno para ellas pero -a pesar de los años- se negaba a contradecir a Georgina.

Rosalinda es de esas señoras que lloran cada vez que rezan el Padrenuestro; ésas que se pasan horas en las iglesias sobando los pies de los santos y que se persignan una y otra vez. De ésas que se conmueven sólo con ver imágenes de sus nietos; que se ponen nerviosas con el más pequeño ruido en la noche. Vive sola, pero piensa que son sus últimos años así: sospecha que sus hijos la mandarán al asilo pronto. Ya no sabe si le molesta. Prefiere eso que la soledad absoluta.

Georgina, en cambio, dirige una asociación de beneficencia. Se dedica a recoger mujeres de la calle. Pero no es como Rosalinda. Georgina se ha casado más de una vez; operado más de una docena. Es dura con todas y más consigo misma. Piensa y se viste como si tuviera 40 y tiene 68. Maneja un mercedes del año color rojo.

Rosa, no seas amargada y sal. Vive la vida, que se te acaba. Dijo una. Estoy bien, ¿tú qué sabes?, ¡hace años que no me ves! Contestó la otra. Me iré sola. Resolvió. Bueno. Nos vemos a las cuatro.

Rosalinda tomó el tapabocas que le había llevado su hija hacía una semana, encendió el coche, un malibú del ’98, y se fue. Georgina acababa de recibir su masaje semanal. Tomó su celular y le marcó a su amiga. Nada. No contestó. La otra nunca se acostumbró al móvil. Lo había dejado en su casa. Rosa escuchaba las noticias en el radio. “Influenza, influenza, influenza”. Georgina, ya sobre su coche, estornudó. No se perturbó. Se retiró los guantes para manejar, tomó un pañuelo y limpió su nariz.

Rosa llegó al café al cuarto para las cuatro. Me perturbó el intenso rosa mexicano de su falda larga. Yo la miraba desde la mesa contigua. Ella no traía puesto el tapabocas. Seguro lo olvidó en su auto. Georgina llegó unos minutos después de las cuatro. Siempre impuntual. Siempre pensó que era glamoroso llegar tarde, llamar la atención. Se saludaron de abrazo. Cualquiera que las observara, diría que se trataba de personas de dos épocas distintas. Aquella tarde hubo lágrimas, besos, risas, y hasta carcajadas.

Georgina murió dos semanas más tarde de influenza porcina. Rosalinda también. De las personas que estuvieron en ese Starbucks, más del 50% resultaron infectados; el 20% fue a dar al hospital. Ahora ellos saben que la influenza es una realidad.

Al funeral de Rosalinda acudieron más de 500 personas. Muchas lágrimas. Muchas. A Georgina no la visitó más que su antiguo amante.

Georgina y Rosalinda fueron, en mi sueño, las dos primeras muertes por influenza porcina en Monterrey.