25 agosto 2009

Hormiguitas

Ahora que volvimos a clases, la ciudad es un verdadero hormiguero -al menos desde la perspectiva de Joel Sampayo o Google Earth. Y, así como las hormigas llevan en sus espaldas el peso de los granos que las alimentarán en invierno, así nosotros llevamos el peso del padecimiento que nos regaló la posmodernidad –o la modernidad-: el estrés.

Pero no quiero hablar del estrés –demasiado trillado-, ni del inicio de clases, ni de las hormigas. Quiero hablar de las enfermedades que trajimos (y contrajimos) con nosotros después de las vacaciones. Porque si bien la influenza AH1N1 parece ahora un fantasma –no lo es, créanme-, también es cierto que existen otras enfermedades veraniegas (las intoxicaciones alimentarias, diarreas, insolaciones, conjuntivitis, picaduras de insectos, infecciones de las vías respiratorias o muchas más).

Cuando pienso en estos malestares contagiosas al contacto, cuando pienso en la influenza, me imagino irremediablemente un gran juego de voto (o boto). Aquél con el que pasan –pasaban, pasábamos- las horas los infantes. Es, según mis encuestas, el tercero después de las escondidas –que es el favorito de los niños-, y el Billy bulldog -que quizá sea más local, pero no por ello menos favorito-.

Algunos niños quisieran que existiera un tapabocas a la hora del juego; algunos de nosotros desearíamos que el tapabocas fuera un verdadero protector.

¡En fin! Hablando así, se puede decir que “las traigo”, que a mí ya me tocó. No sé aún si es influenza o alguna de esas otras venganzas del verano, lo que sí sé es que comenzó el domingo en el cine y que aún hoy no termina.

También sé –acabo de hacer la cita- que el médico viene a verme. Así que, no se apuren, pronto sabremos qué fue.

Estoy preparando mi discurso inicial para el diagnóstico. Creo que comenzaré diciendo algo así: Mire doctor, empecé con un ligero dolor de garganta y un poco de sueño, que se convirtió, ese mismo día, en un cansancio autoritario. Tanto, que tuve que dormir temprano –más que lo usual-. Por la noche hubo escalofríos, sudor, molestia muscular. Amanecí sin garganta –explotó mientras dormía-, luego sólo malestar general y un poco de tos. ¿Fiebre?, no sé, ¿calentura?, creo que poca... y continuaría.

Me han preguntado varias veces si es influenza... sobretodo después de ponerlo en mi "status". Pues, a todos los que preguntaron, ya lo veremos. Por ahora lo único que quiero es terminar este juego, que ya me cansé.

Comencé diciendo que la ciudad parecía hormiguero. Y, ¿por qué no podemos, como ellas, soportar el peso de los días, de las responsabilidades, el de nuestro propio cuerpo siquiera?


La foto es de Pol Úbeda Hervas, desde Getty Images.

18 agosto 2009

diarios de ¿una pasión?

Leí de Aristóteles que el hombre bueno no sólo quiere el bien –que ya es mucho decir-, sino que también se alegra al hacer el bien.

E inmediatamente pensé en la afectividad. ¡Qué espesa es la niebla que ‘hoy día’ rodea el corazón humano! Y dijo mi interior ¡qué pobre personaje quien pretendiera echar al agua las cenizas de su fallecida afectividad!

Pues, ¿cómo puedes permitirte dejar de experimentar esa humana pasión, que por tanto tiempo fue lo que te mantuvo vivo; la que, instruida por ese "coco" que ahora es calvo, generaba esa personalidad atractiva?, ¿cómo es que te convertiste en piedra, la horrenda pesadilla de esta fábula viviente?, ¿cómo es que olvidaste la expresión de “esa alegría” de la que hablaba Aristóteles?

Me tuvieron qué repetir la noticia un par de veces. Mi cabeza estaba saturada de información. Yo le miraba fijamente, sus labios seguían moviéndose, pero sólo escuchaba un bla, bla lento y espeso. Era la grave voz de un gigante que apenas balbuceaba, como recién nacido que dice –intenta decir- sus primeras palabras.

Entrecerré los ojos. Presté más atención. Y su voz volvió: “por lo tanto creemos que…”. Me puedes decir de nuevo, -recuerdo que dije. O sea, es definitivo, -repetí. Y sí. Ya no había marcha atrás.

Y la noticia era tan boba. No sabía por qué me pegaba tanto. Me senté de nuevo frente al televisor y el tiempo se detuvo. Y descubrí los mundos y la importancia del acontecimiento.

¡Qué increíbles son las pasiones humanas!, me dije. Supuse –quizá ingenuamente- que por ser humanas son buenas, pero me regocijé porque descubrí que, entre zombies, seguía vivo.




11 agosto 2009

Memento

Algún día, ya viejos, nos sentaremos de la mano, nos miraremos uno al otro y nos contaremos anécdotas de vida en breves instantes.

Porque si la vida pasa así, si la vida sigue como va, habrá un millón de detalles qué contar. Sería absurdo mirarse de frente y no poder decir nada. Pero, ¿y si perdiéramos la capacidad de escuchar?, ¿o de hablar?, ¿si fuera cierta la leyenda de Benjamin Button?, ¿si todos rejuveneciéramos hasta convertirnos en bebés? Porque, de hecho, lo hacemos.

Ese día amaneció como cualquier otro. Estaba solo. El calor de la compañía perdió su olor repentinamente. Se sentía cansado. Parecía que todo dolía. Sentimientos encontrados mariposeaban en su espíritu.

Se intentó levantar como lo hacía el día anterior. Ya no podía. Lo más que pudo fue sentarse ayudado de un barandal que encontró por sorpresa al lado de su cama. Ya sentado, se percató de que sí había un calor, el de su propia agua menor –manera polite para decir orina. Sus manos estaban llenas de pecas; su cuerpo entero, arrugada; el pelo era ya blanco. Todo había cambiado. Esa bola de nieve pasó tan de prisa para él. Todo dolía, todo dolía.

Y, mirándose al espejo, soltó una pequeña carcajada. Ya no recordaba su rostro. Ya no recordaba su nombre, ni detalles de su vida. Ya no recordaba por qué estaba allí, ni se acordaba de los textos en italiano que recitaba todas las mañanas.

Lo sentaron en su silla y lo llevaron al baño. Tomó con esfuerzo la navaja de afeitar y comenzó a rasurarse, tal como lo hacía en aquellas épocas. Eso no se olvida. ¿Y esta desgracia?, -pensaba, ¿por qué a mí?- se decía.

Lo llevaron a la mesa. Y ahí estaba su café matutino, sus tres distintos periódicos, el platillo que sería su favorito: huevos revueltos, jugo de naranja. Y ahí estaba ella, …


La imagen es de Tim Scott, de Getty Images