11 agosto 2009

Memento

Algún día, ya viejos, nos sentaremos de la mano, nos miraremos uno al otro y nos contaremos anécdotas de vida en breves instantes.

Porque si la vida pasa así, si la vida sigue como va, habrá un millón de detalles qué contar. Sería absurdo mirarse de frente y no poder decir nada. Pero, ¿y si perdiéramos la capacidad de escuchar?, ¿o de hablar?, ¿si fuera cierta la leyenda de Benjamin Button?, ¿si todos rejuveneciéramos hasta convertirnos en bebés? Porque, de hecho, lo hacemos.

Ese día amaneció como cualquier otro. Estaba solo. El calor de la compañía perdió su olor repentinamente. Se sentía cansado. Parecía que todo dolía. Sentimientos encontrados mariposeaban en su espíritu.

Se intentó levantar como lo hacía el día anterior. Ya no podía. Lo más que pudo fue sentarse ayudado de un barandal que encontró por sorpresa al lado de su cama. Ya sentado, se percató de que sí había un calor, el de su propia agua menor –manera polite para decir orina. Sus manos estaban llenas de pecas; su cuerpo entero, arrugada; el pelo era ya blanco. Todo había cambiado. Esa bola de nieve pasó tan de prisa para él. Todo dolía, todo dolía.

Y, mirándose al espejo, soltó una pequeña carcajada. Ya no recordaba su rostro. Ya no recordaba su nombre, ni detalles de su vida. Ya no recordaba por qué estaba allí, ni se acordaba de los textos en italiano que recitaba todas las mañanas.

Lo sentaron en su silla y lo llevaron al baño. Tomó con esfuerzo la navaja de afeitar y comenzó a rasurarse, tal como lo hacía en aquellas épocas. Eso no se olvida. ¿Y esta desgracia?, -pensaba, ¿por qué a mí?- se decía.

Lo llevaron a la mesa. Y ahí estaba su café matutino, sus tres distintos periódicos, el platillo que sería su favorito: huevos revueltos, jugo de naranja. Y ahí estaba ella, …


La imagen es de Tim Scott, de Getty Images

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