Según mi teoría, primero despierta la cabeza –nos damos cuenta que existimos y que somos nosotros- y luego el cuerpo.
Quizá a veces duela un poco la parte baja de la columna –allí donde se acumula el mal de nuestros días (el estrés)- y la alergia a Monterrey haya hecho de las suyas otra vez. Quizá no. Probablemente amanezca y todo esté claro; todo parezca fácil. La batalla inicial está resuelta: me puedo levantar.
A veces me quedo en la cama por unos instantes. Contemplando. A veces es el único momento del día en donde parece que todo está detenido. Y respiro profundo porque será un gran día. Y agradezco poder levantarme.
Hay días en donde salto pues, con sólo despertar, el hambre ya me invade. Entonces me dirijo a la cocina inmediatamente. Sé reconocer cuando mis padres dejaron algo preparado. El olor invade toda la casa. Otras veces el hambre no es tanta, y primero me tomo un baño, me arreglo y ya luego bajo a desayunar. Siempre desayuno.
Pero mi batalla no es despertarme o desayunar, mi batalla comienza a la hora de subir al coche. En ese momento –siempre- respiro profundamente –como un niño nervioso que se prepara para hablar en público-, enciendo el automóvil y salgo en primera. A veces –pobre de mí- dejo el freno de mano y el carro se trepa en sí mismo, no avanza. Es divertido.
Cuando es un día normal, me tropiezo con mi pesadilla en Insurgentes: los autos están parados. Las mujeres traen el espejo abierto y se maquillan frenéticamente, otras –las despreocupadas- fuman. Los hombres están irritados todos e intentan cambiarse de carril. Algunos suenan el claxon, otros hablan por celular. Yo: me sublevo y enciendo la 90.5 FM.
Y en luz verde, parece que la gente se transforma: nadie te deja pasar, todo mundo se voltea la cara porque, en el anonimato de un coche, las personalidades mutan. La muchedumbre, enmascarada, pierde su pseudo-compostura. Yo mismo no sé quién soy. Y no hago filas, y me salto los altos, y rompo las reglas de tránsito. Pareciera que, de no hacerlo, jamás llegaría a mi destino.
Hace unos días concluí que manejar en tráfico –así como el futbol- no es lo mío. Y ¡ni modo!, hay qué aceptar nuestras limitaciones. Disfruto tanto la ciudad cuando es semana santa o cuando pasan de las 11.00 pm. Cuando sea grande y pudiente –si es que no muero antes en un accidente vial- tendré un chofer personal. Y sólo manejaré en carretera. Quizá termine construyendo mi propia pista de carreras, para sentir esa adrenalina de la velocidad.
Respeto a los taxistas y a los choferes sólo por esa razón. Ellos se tragan mi pesadilla todos los días. Respeto también a aquellos que decidieron que, en un mundo más verde, todos nos moveremos en bicicletas.
La foto es de negzzz, publicada en flickr y se titula: Into the Burning Sun.
Por favor, quiero ser tu chofer.
ResponderEliminar(tmb perdona mi léxico pero...) Como bien sabes -y también lo sabe el otro 50% del público de este blog, tipo, Amador-, me caga manejar al igual que a tí.
ResponderEliminarHe disfrutado mucho estos cinco meses sin carro.