26 octubre 2008

nosotros, ustedes y fobos

“Vámonos”-dije. “Pero, ¡no tenemos dónde dormir!” –respondió, “y, ¿qué importa?, es parte de la aventura”-contesté- “ya lo he hecho, anímate”.

Salimos, así, de Monterrey, a las once de la noche.

El cielo se dibujaba estrellado; la luna, nueva. En mi cabeza sólo estaba el ideal de descanso “fuera de la ciudad” y, de pronto, como de rebote, el “¡no planeaste nada!, ¿a ver cómo te va?”, que me restregaba uno de los integrantes del equipo.

Conectamos el i-pod y tomamos la carretera. La noche estaba especial. Acamparíamos en la montaña, al ras. No teníamos tienda, no llevábamos equipo especial. Era una buena aventura: uno de esos planes en donde el chiste es decir “vámonos”, esperando cualquier cosa y confiando solamente en –quizá- “el destino”.

Alcanzamos, en unas horas, los pies de la montaña. En las calles del pueblo sólo vimos borrachos seguidos por chiens désespéréshopeless dogs”.

Dejamos el auto en un lugar seguro y comenzamos a caminar. No había más luz que la de una lámpara recargable con poco carácter; una que duró menos de 20 minutos encendida, y luego, como pío, se apagó. Caminamos así, en la sombra, inciertos y hacia la montaña. Cargábamos nuestras mochilas, sleeping bag, y algunas bebidas para la noche.

Éramos tres jóvenes de ciudad –un ingeniero, un abogado y yo- en búsqueda de “una experiencia diferente”. Y, mientras la vía se cerraba y el bosque tomaba profundidad, Fobos –nuestro miedo- comenzó a surgir. Estábamos cada vez más seguros de una cosa: de seguir, la noche nos perdería en el bajío de la nada.

El aire trasladaba las ondas de la radio de las rancherías vecinas y, entre ellas, ecos de voces alcoholizadas. Y después de varios minutos así, sin encontrar el punto exacto para acampar seguro, vimos dos cabañas…

(continuará)

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